Cuando se habla de protocolo hay dos percepciones equivocadas. Hay quienes quisieran elevar las normas protocolarias a la altura del Sinaí, imperturbables y eternas, capaces de llevarnos a los cielos o de precipitarnos en los ardientes abismos. Otros desdeñan totalmente tales reglas, porque no conceden ninguna importancia, ni siquiera la más nimia, a las formas ceremoniales que, bien vistas, tienen que ver, y bastante, con aspectos conceptuales.
La verdad es que el protocolo es un conjunto de principios y disposiciones que tienden a la consecución de un orden mínimo en los actos oficiales o del Estado y para que tales hechos se desenvuelvan con una sencilla fluidez, no exenta de la pequeña dosis de respeto que todos observamos y exigimos en el trato social.
No es, pues, asunto baladí ni afectación vana y cursi. La necesidad de orden, respeto y fluidez en tales actos ha sido atendida desde los albores de la humanidad y hasta hoy, lo mismo en las ceremonias tribales que en las Cortes más complicadas. Las reglas conducentes a tales finalidades han sido guardadas celosamente.
La comunidad de naciones incluso, ha llegado a formular convenios o tratados de ámbito mundial para señalar normas protocolarias comunes.
Es evidente que el Ecuador ha ido en la tendencia universal de simplificación y aligeramiento del protocolo. Hasta la década de los años sesenta, por ejemplo, la ceremonia de presentación de cartas credenciales era ardua porque su ceremonial exigía la presencia de los ministros de Estado en pleno, con discursos del plenipotenciario y del jefe del Estado, con formas y reverencias ya en desuso, todos con traje de etiqueta.
La transmisión del mando presidencial tenía su propio ceremonial. Después degeneró, en medio de mentirosa democratización, en una algazara de corte populachero, llena de rempujones, apta para la inauguración de un mercado de barrio, en la que no se respeta ni la ocasión ni su trascendencia.
Igual ocurre con la presentación del informe anual del presidente de la República. Si hace unos días se invocaron las normas protocolarias no fue por su específico valor, sino para argumentar en la puja por ver si el doctor Lucero debía hablar después del doctor Palacio, como medida política para permitir o evitar la posibilidad de una confrontación verbal.
A propósito de tales dos actos hay que recordar que si ellos empiezan, como debe ser, con el Himno Nacional, deben concluir con el Himno de la ciudad en la que se realizan y no, como a alguien inidentificado se le ocurrió años atrás, con una canción escolar o de cuartel denominada "Patria", que no tiene ni contiene representación formal ni orgánica de nada.
No es propiamente tema protocolario pero, a propósito de la reorganización del Palacio de Gobierno, sería conveniente prever dos o tres locales para audiencias y sesiones. El Salón Amarillo y el de Banquetes han sido convertidos en canchas de uso múltiple, para posesionar hasta funcionarios de cuarta importancia o para recibir a delegados de apartados recintos o huelguistas.
Ocasión hubo en que el Salón Amarillo sirvió para la celebración de matrimonios y quinceañeras, bajo la presencia conmocionada de los históricos retratos presidenciales.
Hay en la Cancillería y en su Dirección del Protocolo gente ilustrada que puede y debe revisar los reglamentos de la materia, ponerlos en correcto castellano y enmendarlos con seriedad y sensatez. Podrían también dar clases a quienes las necesiten.
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viernes, 20 de noviembre de 2009
Esas cosas del protocolo
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